Una vez más fui a un concierto de Silvio. Debería decir que fui a escucharlo cantar, pero la realidad es que su voz estaba maltrecha, agotada y ausente, producto de un cuadro gripal circunstancial pero signo de un largo recorrido que ha dejado sus marcas sobre esa inmensa vida.
¿Por qué en esta oportunidad, al terminar el recital del trovador cubano, me invadió la nostalgia? Probablemente porque su tenacidad, que lo sostuvo cantando sin voz sus himnos eternos y necesarios, me resultó el reflejo claro de una época que quizás ya esté perimida. Porque el tiempo de soñar con lo imposible, con la revolución, con el lazo amoroso con el otro, parece haber sucumbido ante la certeza impuesta por el “realismo capitalista” (Fisher). Porque algunas de sus canciones parecen ya no ser parte del arte del presente.
Como si el necio se empecinara en denunciar desde la afonía más elocuente las injusticias cotidianas, aunque su grito no lograra encontrar oídos que sepan escuchar. Como si esos futuros anunciados por el poeta estuvieran perdidos, no solo porque no se lograron efectivizar, sino porque ya parecen no interpelarnos más. Como si de tanto gritar el dolor ya no quedaran fuerzas para construir un mañana, porque lo urgente siempre se termina imponiendo.
Sin embargo, me pregunto si esta nostalgia puede devenir afirmativa, propositiva, y no hacernos sucumbir ante la desesperanza. Quizá todavía queda al menos una lección que podamos aprender de Silvio, de su perseverancia, de su coherencia, de su caminar. Porque la desazón puede ser una gran silla al borde del camino, así que vale recordar que no debemos sucumbir a la tentación de descansar. Incluso si la voz se ausenta, si la mano se agota o si el pensamiento se estanca, siempre queda una certeza de la que aferrarnos, que es el tiempo y su empecinado transcurrir. Mañana puede no ser como hoy, esa es la cuestión.
