📘 “Cometierra” es un relato sobre cuerpos, una historia de multiplicidades que colisionan produciendo compuestos más potentes o derivando en procesos de descomposición que pueden conducir a la muerte.
La boca, en su rol protagónico y enfureciendo a la derecha más rancia, entra en contacto con la tierra, con la cerveza, con un otro, con la comida escasa, ampliando el horizonte del esquema perceptivo a partir de una comprensión que rechaza toda mediación intelectual. Es el cuerpo quien conoce, y es por esto que “Cometierra” abre con la célebre sentencia de Spinoza: “nadie sabe lo que puede un cuerpo”. Arrojarse al río, probar el sabor del suelo encerrado en una botella, relatar la historia de una desaparición, señalar el paradero de aquella mujer secuestrada, no son decisiones que nacen de la libre voluntad de un sujeto. Es la materia, con sus ritmos y velocidades específicos, la que se impone y determina una acción (u omisión, porque el silencio tampoco es elegido).
Pero hay otros cuerpos en esta novela que disputan el centro de la escena. No menos potentes que la boca, se diferencian de esta por no poder ser reducidos al imperio del presente. Sin embargo, esta espectralidad no los condena a la noche de la inexistencia, sino que expresa una agencia posible más allá de nuestro horizonte de percepción (sí, leamos “A la salud de los muertos” de Despret). Son los cuerpos de las desaparecidas, y algún desaparecido, que reclaman a los vivos por su búsqueda y, tal vez, por justicia.
Porque no todos los cuerpos importan (sí, leamos a Butler), no todos los cuerpos tienen un nombre que evocar, y aquellos feminizados bien sabemos que suelen ser una materia disponible para su apropiación, uso y desecho. Y “Cometierra”, escrito por un cuerpo llamado Dolores Reyes, nos habla de esa violencia estructural sobre la que se erigen nuestras sociedades, más allá o más acá de ese conurbano mítico. Y esto también enfada a la derecha conservadora, que esconde bajo el concepto de “igualdad” las diferencias que hieren el entramado social.
¿Qué nos queda como tarea? Aprender a vivir con los espectros (sí, otra vez Derrida), a ser justos con ellos, porque pisan la misma tierra que pisamos nosotros y nuestras huellas siempre se encuentran.
