"El oso” es una serie centrada en el trabajo diario de una local gastronómico, pero nos atrapa porque es mucho más que eso, desde que nos propone una reflexión sobre la creación.
Las tres primeras temporadas (todavía no vi la cuarta) plantean una contraposición clara entre el trabajo gastronómico productivo, signado por la eficiencia y la obtención de beneficios económicos, y el arte culinario, orientado hacia un otro con la intención de brindar una experiencia que rompa el círculo cotidiano del consumo fugaz. Contra la lógica utilitaria que impone la necesidad de reducir costos y aumentar la rentabilidad, encontramos un modo de la hospitalidad que se ofrece casi como un don en pura pérdida (Bataille), arrastrando consigo al sujeto de la creación, que se disuelve como un ingrediente más de su preparación.
Sin embargo, resulta evidente que este gasto excesivo no queda fuera de la economía, ya que se encuentra determinado por un fin que sirve de retorno más que simbólico: el reconocimiento del otro expresado en una crítica periodística o la tan anhelada Estrella Michelín. Entonces, el cocinero puede dejar de lado su artisticidad para así ser arrastrado por otra fuerza: la hiperproductividad y la consecuente sobreexplotación de uno mismo. Entonces, ya no hay invención sino cálculo y programación, planificación obsesiva que simula creatividad mediante el artificio del cambio de menú cotidiano.
“El oso” escenifica ese conflicto entre el imperio del mercado y la búsqueda de otros modos de producción, destruyendo la pretensión romántica del “arte por el arte”. Un omelette improvisado, una pizza reversionada que se grabará en la memoria, un hongo pelado manualmente, una cena gratuita, son esos destellos de vida que resisten a las formas que nos someten cotidianamente. Y si bien ya sabemos quién ganará la batalla, estas grietas y fisuras alimentan nuestros sueños de otro porvenir.