La primera temporada de “El cuento de la criada” sorprendió por sus decisiones estéticas. La geometría que imperaba en Gilead expresaba lo conservador de un régimen fascista que, si bien se presentaba como una distopía, nadie podía dejar de reconocer en nuestras prácticas más cotidianas. Esa rigidez militar estaba acompañada por una iluminación que, con referencias explícitas a Vermeer entre otras, nos obligaba a retrotraernos a siglos pasados, muy lejos de ese 2017 en el que se hacía visible el movimiento “Me Too”, poniendo así en escena el carácter reaccionario de la estructura de violencia falocéntrica sobre la que se erigen nuestras democracias liberales. ¿Había allí lugar para la resistencia? Por supuesto que sí. Los primeros planos, captando gestos y miradas, daban lugar a esa fuerza microfísica que buscaba tejer redes desde el interior del imperio patriarcal.
Sin embargo, esta sexta y última temporada sigue sosteniendo esas mismas opciones formales, cuando el mundo ha confirmado que Gilead está más cerca de lo que pensábamos, desde que la ola “Anti-woke” inunda a las derechas conservadoras que hoy asumen una voz privilegiada en la esfera pública. Perseverar en la geometría y la mirada furiosa pierde su eficacia, porque el paso del tiempo produce una mutación en el contenido que encierra la forma. ¿Cómo se traduce conceptualmente esta falta de plasticidad? Mediante el elogio del amor maternal, lo único que finalmente pareciera importar. Si bien la revolución dejó de ser impensada para situarse ahora a la vuelta de la esquina, esta es dirigida por una fuerza viril que asume un rol protagónico, relegando a lo femenino al lugar del cuidado, con todos los prejuicios que lo acompañan: afectividad, compasión, incondicionalidad, etc.
Cuando Rivette, Daney y Godard sentencian que “un travelling es una cuestión de moral” se refieren precisamente a esto. La fotografía, ahora lo sabemos, es una cuestión política.