“Flow” (2024) es una película de animación sin diálogos. Sin embargo, esta decisión no la exime de una sofisticada antropomorfización de los animales que transitan la pantalla. En este mundo distópico donde lo humano destaca por su resiente ausencia, la fantasía marca un camino que conduce a los personajes principales al auto-reconocimiento y la constitución de un “sí mismo”. ¿Cuál es entonces la diferencia entre este film y las producciones de los grandes tanques de la animación? Que denuncia la habitual duplicación innecesaria entre lo visto y lo dicho. La opción por la ausencia de diálogos abre una dimensión de lo visual y lo sonoro puesta al servicio de la historia. En otras palabras, la película se desarrolla exclusivamente gracias a la extraordinaria fotografía, los fluidos movimientos de cámara y el sonido preciso. No aparece el texto como refuerzo de estos elementos, muchas veces menospreciados por el cine.
Por supuesto que en “Flow” hay imágenes que muestran y dicen, es decir, que pueden ser leídas como un texto, pero hay muchas otras que no (tal vez aquí radica la distinción que plantea Daney entre lo visual y lo visible). Para el caso de las producciones de los grandes estudios, las imágenes siempre dicen, nunca solo muestran, y además se suma el diálogo para reforzar eso que ya nos había sido comunicado. Quienes estamos del otro lado de la pantalla no nos sentimos subestimados por este gesto; incluso esperamos con ansiedad esa superposición constante de la imagen con el texto.
“Corre, está creciendo el río”. Nuestro esquema perceptivo añora escuchar esta frase detrás del ladrido, del maullido y otros sonidos. Sin embargo, esa línea de diálogo nunca llega. Por eso “Flow” merece ser celebrada: por sus imágenes, por su narrativa (porque sí, hay una historia en términos clásicos incluso sin diálogos), por las reflexiones que sugiere, pero sobre todo por ser una película que nos recuerda de qué está hecho eso que llamamos cine.