La identidad es múltiple, heterogénea, conflictiva y caótica. El nombre propio no hace más que fingir unidad en aquello que no puede tenerlo, flujo que escapa al anhelo de ser nombrado. Entonces, no hay que recordar que “somos uno”, sino reconocer que nunca lo fuimos. La matriz ya es una sociedad anónima, antes de administrarse la sustancia. De hecho, es el desdoblamiento el que crea retrospectivamente la ilusión de identidad, de presencia a sí, de unidad. La sustancia desustancializa, es decir, termina con el sueño del “yo”.
Por lo
tanto, ya hemos adquirido y hecho uso de la sustancia, incluso antes de saber
de su existencia. Porque esta comunidad polémica que nos constituye implica una
multiplicidad de rostros, de máscaras, de personas, que carecen de centro
aglutinante y rector. Al maquillarnos, al vestirnos, al asumir ciertos gestos,
determinados tonos de voz, cierto vocabulario, no hacemos más que desdoblarnos
en roles que no son propios, pero que no por eso nos resultan extranjeros. Papeles
que desempeñamos mientras estos se autonomizan y entran en un conflicto
irreductible entre sí, sometiéndose unos a otros, subyugándose, aniquilándose
entre sí.
¿Hay al
menos un mismo cuerpo? En su materialidad, nuestro cuerpo está sometido al paso
constante del tiempo, por lo que no puede nunca permanecer idéntico a sí mismo.
A su vez, el cuerpo no puede escindirse de la supuesta identidad, incluso de
aquella atribuible a cada uno de los roles que nos constituyen. Otro cuerpo es
otro, siempre, porque el cuerpo es la extensión del alma. En su devenir, el
cuerpo arrastra entonces al uno, fragmentándolo en piezas que no componen una
figura y que no cesan de multiplicarse. Pretender subyugarlo, gobernarlo,
hacerlo respetar un equilibro, una norma, un ritmo, no es más que un simulacro
que refleja el fracaso asegurado. ¿Quién decide? El cuerpo soberano, siempre
múltiple, siempre plural, siempre contradictorio.
¿Quiénes
somos entonces? El monstruo Elisasue, desde siempre, que asume distintas
máscaras para estabilizarse momentáneamente en una persona. ¿Qué hacer con esta sociedad anónima que
somos? Reconocerla, explicitarla, sin pretender armonizarla ahogando el conflicto
constitutivo, sino trabajando por una convivencia polémica que resista a
cualquier tiranía, a cualquier imposición de uno de los personajes que nos
habitan, experimentando ese ser-con la alteridad que llamamos “yo”.
PD: Por
supuesto que la sustancia nos habla de la mujer, de lo femenino, de la
violencia estructural que rige nuestras sociedades patriarcales y radicaliza
esa fragmentación al volcarse sobre ciertos cuerpos. El odio vuelto sobre sí,
el desprecio del cuerpo, el deseo de extinguir a esa supuesta matriz que
envejece, el reconocimiento del otro que confirma el estereotipo y la cercanía
a este ideal (nunca alcanzado), la vergüenza constante ante el propio cuerpo,
la industria montada sobre esta exclusión, son algunas de las lecciones que
atraviesan el film. Pero aquí encontramos un problema, una duda, una cuestión.
Si son efectivamente lecciones, el recurso al efecto, a producir sorpresa,
espanto y horror en quienes se enfrentan a la película, no es más que un
mecanismo que pretende instruir al espectador adormecido, infantilizado,
embrutecido, sacudir su butaca o sillón para que acceda a la realidad que se le
oculta en su vida cotidiana. Por el contrario, si lo que se privilegia es un
género, el body horror, estas lecciones pierden su valor pedagógico y no
presuponen un abismo, una jerarquía, una frontera que separa a quienes estás de
un lado y del otro de la cámara. Entonces el problema de la mujer sometida a la
dominación masculina no es más, ni menos, que ese contexto cotidiano donde
transcurre una historia, la de Elisabeth Sparkle, la de Sue y la nuestra.
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